martes, junio 30, 2009

La Chingada y a La Chingada

Entró a su recamara casi con miedo, temiendo encontrar lo que sabía que encontraría. Desde que había abierto la puerta de entrada percibió en el aire el aroma de lo incorrecto. Sabía que algo malo estaba en su casa y aún así se aventuró a la cocina. Nada, pero el olor se intensificaba conforme avanzaba en la vivienda.

Puso su mano sobre el pasamanos de cedro reluciente y subió las escaleras como si se tratasen de olas gigantescas ahogándola en lo profundo de su negación. En su cabeza la idea venía dando vueltas desde hacían ya semanas. Lo supo la noche que llegaron juntos de esa cena de quien-sabe-que hombre importante en el gobierno.



"Otro cerdo burócrata que engaña a su mujer" su esposo le había dicho mientras se alistaban para la noche. Ella soltó una carcajada como de perro cansado y se miró al espejo. Frente a ella se paraba una mujer de cincunta y cuatro años, que facilmente se podía confundir con una de sesenta. La piel desvanecida como lluvia de otoño, los párpados morados más de cansancio que de los golpes de la vida. Su cuerpo ya no era el de una joven de treinta años. Ahora sentía el peso de sus años retumbar bajo sus pasos como si fuese un elefante anciano y gordo.

Gorda. Así se veía en el espejo. Con ese vestido azul turquesa que combinaba muy bien con sus ojos pero no ayudaba a su piel grisacea. Era como ver a un mueble viejo y empolvado cubierto con un pedazo gigante de tela azul. Las cuentas en el cuello eran para atraer la atención hacia su rostro y no hacia su cuerpo. O al menos eso le había dicho el hombre de la tienda.

Llegaron al lugar en el lujo de la noche que solo el amor te concede. En el camino había olvidado sus complejos y había tomado de la mano al hombre sentado a su lado. Puso su cabeza sobre su pecho aún fuerte a pesar de la edad y dejó que la respiración pausada y marrón de su esposo la calmara. Era como una niña cada que lo veía a los ojos.

La cena pasó normal. Charlaron, él con los altos funcionarios. Ella con sus esposas. Comieron y bebieron hasta que llegó la hora de despedirse. Subieron al carro y la oscuridad los arrastró de vuelta a su hogar.



Suspiró profundo. A mitad de las escaleras, el hedor a equivocación la mareó como una bofetada. Alcanzó el último escalón y la brisa insufrible que emanaba el segundo piso era ya letal. Como un ave voló directo hasta su habitación y abrió la puerta.



Su esposo se quitó la corbata de un jalón, arrojó los sapatos a un lado de la cama y el resto de su ropa a un cesto en el vestidor. No se molestó en quitarse la playera sin mangas y así se metió a la cama. Ella lo alcanzó un segundo más tarde y se acurrucó detrás de él. Comenzó a besar sus hombros. El se sacudió su cariño con la excusa de estar muy agotado y apagó la lampara de noche. Ella abrió la boca para protestar, pero mejor no dijo nada. Lo dejó por la paz y se volvió a acomodar encajando su figura perfectamente con la suya. Descansó su cabeza sobre su almohada, cerca de su cuello, y fue cuando lo percibió.

El olor era extraño. No era comida, no era cigarro. No era alcohol. No era colonia de afeitar ni loción. En definitiva no era su perfume. Era un aroma penetrante, molesto, perturbador. Era la escencia del desorden, de lo imposible, de lo que no puede pasar. Desde entonces lo supo.



Su expresión no cambió ni un poco cuando porfin vio lo que causaba ese hedor nefasto. Se quedó parada bajo el arco de la puerta unos segundos. Contemplando la escena de sucio amor clandestino entre su esposo y una rubia de senos firmes y caderas angostas. En su mente solo había una cosa: detener el perfume. La acosaba desde aquella noche. No era suficiente con apoderarse de su marido, el aroma ahora estaba en su comida, en su carro, incluso en su propia ropa. Era inmundo, insoportable.

Metió la mano a su abrigo inmaculadamente blanco y sacó de él el revolver nueve milímetros que había comprado esa tarde. Quitó el seguro y levantó el brazo derecho firmemente, como lo había visto en las películas un millon de veces.

Lo último que la rubia sintió sobre ella fue el peso muerto del cuerpo ensangrentado antes de recibir el tiro de gracia en la sien.

Con la mano temblando como nunca y con el corazón firme, puso el cañon del revolver bajo su mentón y cerró los ojos. El olor se había ido para siempre.

1 comentario:

Luis dijo...

Esta bueno, lo hubieras mandado como invitado.