viernes, enero 16, 2009

Diamonds are Forever

Lyla corrió por los oscuros callejones del antiguo barrio de White Chapel, Londres. Encontró una alcantarilla debajo de unas escaleras y se metió como pudo entre la mugre y la humedad. Su respiración agitada y pesada pudo haber despertado a una roca de su ensueño milenario, pero vio como el cazador pasaba por su escondite, inadvertido del tumulto.

Lo observó muy quieta, el aire frío quemándole los pulmones, el terror helándole la sangre. Una luz tenue proveniente de un farol y su confianza en la firmeza de su voz eran sus únicas esperanzas. La sombra del asesino recorriendo el callejón, trepando por las paredes como un alma en pena, huyendo de la oscuridad.

De repente, silencio. Esto la inquietó mucho. La noche se explayaba sobre su cabeza como una epidemia mortífera. Espesa. La quietud de aquella trampa letal le aplastaba el corazón como dos trenes colisionando.

Nunca había pensado en como moriría. Era demasiado joven, y asuntos tan banales como el trabajo, la política o la muerte no le interesaban demasiado. Lyla había dedicado su vida a la finura recatada de la vida de alta sociedad de Inglaterra. Fiestas frívolas y celosas de sus veladas llenas de estrellas caídas del cielo. Solo la gente más bella del Viejo Mundo era permitida en aquellas demostraciones galantes de hiel y presunción.

Lyla pasaba sus mañanas paseando por los jardines de rosas de su mansión en Halifax, seguida de sus mucamas y damas de compañía. Aunque eran años adelantados, su familia seguía teniendo esas costumbres arcaicas del siglo pasado. Eran pocos los clanes que aún se mostraban por la ciudad con un séquito de criados, pensando que una multitud siempre detrás de uno era señal de nivel y estatus social.

Era bien sabido que incluso la reina encontraba eso ridículo y absurdamente pasado de moda, pero en realidad, ¿quién es uno para andar hablando de las preferencias de la familia real?

Siempre se había rehusado a acudir a academias o a tomar lecciones privadas en casa. Lyla solamente sabía hablar y escribir en latín, “un regalo a futuro”, según le había dicho su abuela, el único ser pensante en su vida.

Creció como muchas otras señoritas de su edad y clase social, siendo solo la máscara de una comunidad en decadencia. No era más que la fachada de la perfección requerida para merecer invitación a eventos de alcurnia. Solo eran cascarones vacíos, sin ninguna otra gracia que no se encontrara en sus caras de facciones largas y delicadas. Ojos como gemas azules, verdes y grises. Narices como pellizcos de querubines justo en el centro de sus bellos rostros pálidos. Rizos dorados y cobrizos, de un carmesí denso y negros infinitos que brillaban como mil lunas llenas.

Lyla era un cuadro nocturno. Dos estrellas grandes y brillantes tomadas de las manos, una luna menguante afilada entre ellas. En vez de boca, la vía láctea se extendía quitada de la pena, luciendo sus perlas perfectas. Y su cabello enmarcaba toda la pintura con una fragilidad indefinida, negrura universal en donde resaltaban algunos destellos, estrellas de otras galaxias cercanas. Había sido concebida con los óleos más delgados y sobre la tela más exquisita.

Escuchó a lo lejos como el depredador pisó sobre algún charco y su ritmo cardiaco se relajó un poco más. Los tendones de sus puños y su quijada rígida se soltaron y respiró más silenciosamente. Aún no se atrevía a salir a la luz fúnebre del farol de la esquina.

No se sentía lista para morir, no así, no ahora. Tenía un futuro, si no prometedor, aceptable. Una fortuna a punto de terminarse malgastada. Una familia que recargaba todas sus esperanzas en un matrimonio arreglado. Un prometido joven, apuesto, rico, y sobre todo, noble.

El Duque de Arlington posó sus ojos sobre Lyla desde la primera vez que la había visto flotar en la pista de baile de alguna reunión de egos, de esas de las que ellos frecuentaban. Charles Heichmeister II se acercó a la joven mientras la orquesta tocaba al fondo una melodía desconocida, seguramente de las que habían llegado desde Francia en el último barco.

La miró y supo entonces que no había vuelta atrás. Lyla más que alagada, estaba orgullosa de haber atraído al hombre más influyente del momento. El flirteo no se hizo esperar, y los dos se prestaron a los juegos místicos del destino.

Después de pocas semanas de reuniones y fiestas, Lyla estaba segura de querer pasar el resto de su existencia patética al lado del Duque. No lo amaba, claro que no. Lyla solo amaba a una persona en este mundo: ella misma. No quería a ese hombre, pero se amaba a si misma, y para poder continuar con la vida que tanto trabajo le había tomado forjar, debía estar con él. Nunca lo quiso en realidad, lo engañaba, tanto con palabras como en acción, negándole su cuerpo a su prometido, pero entregándolo felizmente a los hombres que frecuentaban los pubs de White Chapel.

A ella no le molestaba en lo más mínimo este estilo nuevo de vida. Gala de día, miseria de noche. De hecho, le emocionaba tanto la simple idea de sus aventuras adúlteras que tenía pensado seguir con eso incluso después de casada.

Por fin, el callejón se quedó completamente en silencio. Solo a lo lejos se escuchaban risas y gritos provenientes de algún tugurio de la zona. Lyla salió de su escondite y alzó la vista hacia el cielo empedernido repleto de nubes tercas. Una gota rozó su cara y le sonrió a la vida. Había escapado de aquel monstruo. Se echó a caminar hacia su mansión, ya había tenido suficiente acción por una noche. Dobló en la esquina del farol y ahí, cerró los ojos por última vez.

Un hachazo helado le atravesó la yugular. Sintió un chorro de algo líquido y tibio recorriendo su cuello de porcelana. Se quedó ahí, incapaz de soltar grito alguno. Solo gemidos incomprensibles que nadie nunca escuchó. Algo le desgarró la piel del suave abdomen y, de nuevo, la sensación de aquel líquido caliente acariciando su cuerpo ahora helado. Lo siguiente, un dolor indescriptible. Como sentir las llamas del infierno lamiendo su piel, quemando la anticipación de cualquier otro dolor posible, pues ese sería el máximo sufrimiento posible. No existe alguno más letal. Incluso pudo sentir el olor a caucho y azufre de su alma consumiéndose en ese fuego.

No habría cielo para Lyla, no en esta vida.

No hay comentarios: