Ese día también llovía, como hoy. Era un aguacero cerrado, como el de hoy. Nos paramos justo en medio de la calle desolada sin importarnos un carajo la pulmonía o la fiebre. Sostuvimos nuestras manos por un largo tiempo, pudieron ser segundos u horas. Tus ojos cerrados en los míos, temía que esta fuese la última vez que los volvería a ver. Eran cafés, supongo que lo siguen siendo. Profundos y cálidos, algo muy extraño pues los ojos oscuros rara vez son así de luminosos.
Pude sentir como se derretían sobre mis pupilas, sobre mis mejilla, sobre mi frente, sobre mis labios. Sentí el líquido recorriendo los escondites más secretos de mi ser, su calor calmando mi piel erizada por el agua fría que no tenía piedad de nosotros.
Tus labios temblaron un poco, como siempre que intentabas decir algo pero te arrepentías antes. Sentí la urgencia de besarte, darle firmeza a tu boca, pero no me atreví. De alguna manera, me estaba protegiendo.
Tu solo diste un paso al frente y tomaste mi cara entre tus manos, la lluvia resbalándose entre tus dedos y por el filo helado de mi nariz. Te acercaste lentamente, tu boca roja por el frío llena de duda. Me miraste intenso con ese rayo de ambar tibio derramándose por tus párpados y me besaste como nunca. Era suave pero lleno de fuerza, en una sincronización perfecta con los latidos arrítmicos de mi corazón. Dejé que todo mi peso cayera sobre tus brazos, pero tu no te tambaleaste ni lo más mínimo.
Vistos desde fuera, seguramente parecíamos un cadaver y un ángel intentado darle respiración boca a boca. Siempre parecíamos eso.
Te alejaste suavemente y rozaste la punta de tu nariz contra mi ceño fruncido para relajarlo. Quizá pensaste que estaba enfadada. No. Nunca podría, solo estaba intentado no llorar. Incluso ahí con el aire soplando y la lluvia pellizcandonos las caras, tu piel me quemaba como brazas vivas. El ácido de no volver a sentir tu calor me carcomío la garganta hasta las entrañas.
Aseguré mis brazos alrededor de tu cintura y encajé mi cabeza sobre tu pecho. Era como si fueramos dos piezas únicas de un rompecabezas y estuviésemos hechos para coincidir a la perfección. No había otro lugar en el mundo para mi que no fuese entre tus brazos.
Escuché con atención dentro de tu pecho. Tu corazón seguía firme como siempre, tus pulmones administraban el oxigeno a tu cuerpo impecable y tu respiración seguía siendo el mismo marcapasos infalible de mis latidos.
Hablaste y escuché las palabras retumbar como un eco encerrado solo para mi en tu aliento. Pero no te dejé ir, me quedé aferrada a tu cuerpo mojado. Sentí tus manos soltar las mías de tu cintura y luego separarme de tu calor. Repetiste lo que me habías dicho, esta vez te esuché con más claridad.
- Por favor, no hagas esto.
La lluvia soltó todo su peso sobre nuestras cabezas.
- Adios.
Besaste mi frente y te fuiste en un coche. Nunca te volví a ver. Y ahora aquí, por la ventana viendo la misma lluvia de Enero caer, te encuentro escondido en cada gota que resbala por el cristal. Cuando rozan mis mejillas, son tus dedos dibujando sobre mi piel y a pesar del frío, mi piel quema como cuando me tocabas. Y siempre que el viento sopla, escucho tu respiración como una canción de cuna, y entonces mi corazón hecho cenizas se atreve a latir y solo entonces me siento un poco viva. Solo un mes al año, cuando el clima es así de gélido, pues me recuerda a ti.
Pero dime, llueve en donde tu estas?
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