El universo nunca había tenido tanto sentido. Ni siquiera para él, siendo un hombre de ciencia, el cosmos era algo revelado. Pero ahora, ahí sentado en esa banca en la iglesia, lo veía todo con claridad.
Ni siquiera sabía como demonios había ido a parar ahí, él, comprometido con la investigación, acción-reacción, hecho y materia, nunca habría soñado con ir a la iglesia, menos durante misa. Y sin embargo, ahí estaba él, en plena Misa de Gallo, sentado, aturdido y cegado.
Observaba la catidad de luces de Navidad que colgaban de las paredes, del árbol enorme erguido frente a él. Era como la Via Láctea miniaturizada. Sus ojos ahora viciados paseaban de un lado a otro, intoxicandose de aquella sustancia tan... rejuvenecedora. No se había sentido así en años.
Siempre atado al trabajo, a fórmulas y cuentas. Ciencia, ciencia, ciencia. Razón, lógica, pensamiento.
Hoy no, hoy era libre. Por algún... milagro? Bueno, ya estaba ahí, no le costaba nada admitir que esas cosas si pasaban.
Estaba teniendo ligeros problemas para decidir si esto que estaba expermientando era mágia o simplemente el universo abriendose solo para él. Decidió que no importaba. Mágia o no, era algo inigualable.
Dejó a su mente... y a su espíritu, brincar por todo el lugar, chispas surgían de ellos cada vez que se rozaban entre juegos. El solo los veía, con una sonrisa en el rostro como la de un padre que observa a sus hijos jugar en el parque. Sus retoños saltaban por encima de la gente que se encontraba escuchando la misa. Relajó los músculos un poco. Respiró hondo, dejando que el negro del infinito le picara la nariz.
De repente, los perdió de vista. ¿Dónde se podrían haber metido? Los buscó con la mirada ansiosa y con la respiración agitada. No quería perder esta sensación de libertad. No así, no tan rápido. Los vió, parados junto a una estrella hermosa. Alguna viajera que se habría perdido en su camino a una galaxia vecina.
Y la vio. Cómo nunca había visto a nadie más. Una supernova viajando grácil y poderosa entre los demás cuerpos sin luz propia. La estela de plata que dejaba a su paso era perturbadora, de un aroma subversivo. Pudo sentir con la punta de sus dedos los fragmentos de universo que quedaron flotando a la deriva gracias a la gravedad cuando aquella estrella pasó rompiendo el vacío. Uno de ellos le cortó ligeramente la mejilla. Había quedado marcado de por vida.
Pasó sus dedos temblorosos sobre el lugar en donde el universo había dejado su rastro. Fuera de serie, fuera de este planeta.
Un poco de lo que creyó era polvo de estrella rozó sus labios semiabiertos y no pudo evitar el dejar escapar el poco aliento que le quedaba. Las otras formas de vida de las galaxias cercanas no eran nada a su lado, le costaba imaginarse que después de la creación de un astro tal reluciente como aquella diosa, hubiera quedado material e imaginación para darle vida a todos los demás sobrantes.
Se encontró a si mismo flotando a la deriva en el espacio sideral, rodeado de cometas y basura espacial. De algún modo, todo recobraba sentido ahora. Las fuerzas que lo sostenían lo liberaron. Como si Newton nunca hubiera existido, la gravedad simplemente dejó de someterlo. Una fuerza nueva, más grande que la del planeta Tierra lo ataba ahora.
No había visto jamás la simetría del universo, pero ella parecía dimensionar todo lo infinito. Ponía un límite a la negrura eterna del espacio sideral. Y alrededor de ella, giraban las estrellas y los planetas. Como si el corazón de aquella mujer fuese su Sol, y ahora él giraba entorno a ella.
Su sola existencia era excusa suficiente para justificar la creación de todo el cosmos. Era un millón de veces más hermosa que las estrellas del firmamento veraniego. ¡Que se mueran los filósofos! ¡Que desaparezcan los poetas! ¡Y los científicos, ya ni se diga! Pues aquí, en esta iglesia pequeña y atiborrada se encontraba la respuesta a los secretos de la vida. La canción más bella. Tantos años de estudio, sacrificios y prejuicios. Guerras habían sido desatadas, muertes injustificadas, buscando la verdad del universo. Pintores y escultores y cantantes habrían vendido sus almas por encontrarla. Y ella se encontraba aquí, frente a él. Todo se resumía a ella.
Su nombre debe ser Ángel, pensó alucinado. No, no, su nombre es Celeste, como la Luna y las estrellas, el Sol mismo. Ella era eso, una combinación perfecta de todo el resplandor de los astros. Algo fuera de este planeta inmundo. Una estrella. Algo divino. La estrella de Belén. Un milagro. Mi milagro de navidad, murmuró en voz inaudible y sonrió estúpidamente.
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